LA TORMENTA SOLAR (La Voz de Cádiz - 29-08-2012)


Apenas apuraba su vaso, un redondo cristal coronado por un trozo de piña que había acostumbrado a tomar entre baño y siesta y baño y cena. Piña colada, lo llamaban los peritos que sabían diferenciar entre perro y niño. Decía que apenas y, disfrutando de la calma visión del atardecer, un nido de parejas, arrumacándose, orientaban sus cuerpos al nacimiento del ocaso, al fin del sol, amparados en una arena fina, blanca, sibilina, que era besada eternamente por el Mediterráneo (mar latino, pasional y cálido). Tomó con dos dedos la porción triangularmente cortada de piña y la llevó a sus labios. Eran unos labios carnosos y rosados, apetentes de mordisquear, y la piña lo agradeció. El crepúsculo atardecer le era dulce y se extendía con parsimonia como el aceite penetra y resbala la masa del pan. De repente, observó que las gaviotas estaban inusualmente nerviosas, aleteando inquietas, como si hubieran presentido un depredador. Muchas se unieron en un círculo en la arena, a pocos metros de la bebedora de piña colada, la que tenía labios apetecibles. Las aves buscaban protección bajo una sombrilla. Eso la hizo temblar.

Unas grandes fauces rojas, semejando bocanadas de fuego, comenzaron a caer sobre las anidadas parejas desde una gran altura a lo largo de toda la costa. La mujer se levantó mecánicamente. Sus ojos se convirtieron en una sola pupila uniforme. Entró corriendo a la casa blanca de tejas rojas que había idealizado en su mente y que, en realidad, eran cuatro paredes encaladas con techumbre de uralita. Se acercó a una sucia alfombra, extendida en el suelo y, levantándola, descubrió una argolla oxidada. Jaló de ella y una gran fauce de oscuridad la engulló hasta que encendió la app linterna del móvil y localizó el interruptor de la luz. Lo habían advertido, la NASA, hasta científicos españoles, las tormentas solares aparecían cada once años y habían llegado hoy a las costas de Sancti Petri. Dentro, centenares de latas de conserva apiladas en estantes del Leroy y garrafas de cinco litros de agua mineral. Suficiente reserva para que una persona pudiera sobrevivir un mes, como mínimo, como habían recomendado. Sentada allí, en la soledad, la mujer reflexionó.

No se había parado a pensar, hasta entonces, en los niños desaparecidos: Ruth y José. «Pobriños zagales». La mujer se dio cuenta de que tenía claro que, dijeran los peritos lo que dijeran al final, el presunto Bretón tenía cara de ser culpable. Era un defecto, lo sabía, determinar su opinión por el rostro de las personas, pero no podía evitarlo. Fuera, en Puerto Real, el diputado Sánchez Gordillo y decenas de manifestantes del SAT debían estar abrasándose junto con sus banderolas republicanas y comunistas, en el infierno que debía ser la caseta municipal cedida. Lejos, el etarra Bolinaga llevaba razón: no le quedaban ni once meses de vida. Y la mujer se dio cuenta, demasiado tarde, que había olvidado su piña colada arriba, donde todo ardía. Y tachó el día 1 del calendario.

Enrique Montiel de Arnáiz

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