IGNACIO BUSTAMANTE (LA VOZ DE CÁDIZ 31-07-13)


Hace diez años subí a un tren con destino a Galicia. Había pagado un coche cama pero no conseguía dormir. En los pasillos, postergados, descansaban como podían varios peregrinos. Alguno hacía trampa, decía, porque se bajaría a veinte kilómetros de Santiago de Compostela y continuaría andando. Era el Xacobeo ´03. Me dirigí a la zona de asientos armado con mi walk-man –tenía el ‘Pornographity’ de Extreme en la cara A– y la novela gráfica (Rafael Marín rasgándose la camisa) de Batman, ‘El retorno del señor de la noche’. El mecer del trayecto, música y superhéroe consiguieron caerme dormido. Al rato se escuchó un golpe y el tren frenó en seco. Las luces se apagaron y la gente miró con preocupación sus relojes. Levanté y fui a curiosear. Una revisora dijo: «Un suicida ha saltado a la vía». Reflexioné sobre la fragilidad de la vida durante las tres horas que tardó en llegar el juez. El hombre había dejado de serlo para convertirse en un cadáver que levantar reposando entre hierros a ocho kilómetros de Ferrol, donde la abuela Fina, mi madrina, me esperaba en la herrumbrosa estación de RENFE.
Hace diez días me llamó un número de veinte cifras. Suele ser un funcionario del Juzgado o una mala noticia. Era otro funcionario, al que conocía desde niño. Me echó la bronca por una minuta de honorarios presentada pasado el plazo (el interventor municipal no iba a autorizar su pago). Con tono paternal y cariñoso me dijo que pasara por su despacho, a ver cómo podíamos arreglarlo. Unos días después fui a su oficina pero acababa de salir cinco minutos antes. Volvería a buscarlo el jueves. Ese señor que me abroncó se llamaba José Ignacio Bustamante Morejón y viajaba en el derrapado tren de Angrois.
En la época en que Fernando Miranda y otros valientes sacaban periódicamente el Mirador de San Fernando, mi padre me llevaba a su imprenta y, entrando, en el pequeño cuartito de la derecha, visualizo el afable rostro, pecoso, de Ignacio Bustamante, llevando unas pequeñas gafitas. Fue en el Mirador donde conocí la vieja disputa existente entre los Montiel y los Bustamante, vecinos de la barriada de Requetés de España de San Fernando. Un tal Enrique Montiel Sánchez, armado con una carabina de balines había disparado a un gato propiedad de otro tal Ignacio Bustamante. Las versiones cambiaron con los años (el minino era una veleta o un animal vivo) pero la amistad permaneció.
El día del accidente destrocé en el sofá, adivinando el creciente número de víctimas, sobre todo al saber que un vagón estaba calcinado. Veía las dos Españas mostrarse una vez más: la cobarde y rastrera que culpa políticamente al otro y evade responsabilidades y la caritativa y buena, que desborda de donaciones de sangre los hospitales y se remanga entre hollín y sudores para prestar ayuda a los supervivientes. Como diez años atrás, no pude conciliar el sueño esa noche: horas después mis padres habían de salir de viaje en el mismo tren con la misma dirección. Luego me enteré que Bustamante iba allí, su muerte y la de otros cuatro isleños queridos y conocidos. Me descompuse. Escribí a mi padre, camino de la vía donde se zambulló aquel suicida de mi infancia, y le requerí que narrara con su magia única la historia del gato de Ignacio en su columna. Contestó: «Escribiré cuando de mis dedos no puedan salir lágrimas... sino vida, recuerdo vivo».

http://www.lavozdigital.es/cadiz/20130731/local/ultima-201307310923.html

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