PABLO KILLS THE IGLESIAS STAR

Eduardo Madina llevaba la camilla con cierta prestancia, como si hubiera empujado cadáveres con ruedas toda su vida. Encontró a unos pocos metros a una señora de bata blanca y estetoscopio que  le recibió el saludo con un gesto de desagrado. Eduardo le dice a la doctora que necesite que certifique el fallecimiento del allí tumbado. “Son veinticinco euros”, contesta aquélla. Como si la viagra hubiese hecho instantánea su mágica labor sanguínea, el  muerto se erige, Draculino. Draconiano. Por veinticinco euros aguanto hasta el verano, dice. Madina echa las manos a la frente, desesperado. Así no hay quién se oponga. Abandona la camilla en el pasillo sin fijarse en la gente que lo observa con perniciosa curiosidad. Marca un número de móvil que empieza por seis y saluda a su interlocutor, que resulta ser mujer. Dice Alfredo que no dimite, que va a esperar lo que sea necesario para perjudicarnos más. La voz de acento sevillano grita como si celebrara el golazo de cabeza de Sergio Ramos, como si De la Rosa entonara todavía “En el lago”, como si se manifestara una corrala de delfines orgasmantes. Eduardo no es Eduardo. Su rostro demuda ante la superioridad intelectual y vaginal de la voz y sale corriendo en busca del Dead Man Walking. Pero había huido a la carrera, desnudo, apenas con un blanco taparrabos del sistema socialista de salud. Alfredo se lanza a una carrera esquivando esquinas, saltando de pasillo en pasillo. El hilo musical interpreta “One chance” de Paul Potts y Rubal vuelve a la infancia, que es el hogar. A la época en la que manejaba el Ministerio de Interior. Y vuelve a ser feliz, siente que un extraño picor efervescente le anuncia la llegada de la primavera en su cogote y se pregunta: ¿a la vejez coleta? Y cae abatido. Sus últimos pensamientos son para. Y expira.

La escena oscila entre la versión coral del Pablo Iglesias kills the Pablo Iglesias star y la triste melancolía de Crónica de una primaria anunciada. 

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